La presión ciudadana echa abajo la
construcción de un lujosísimo complejo turístico en el Parque Nacional
Tayrona, en la región caribeña de Colombia, evidenciando que los
vínculos entre la clase política y los grandes inversionistas privados
pocas veces traen beneficios para las mayorías.
Sabemos de sobra que la voracidad
empresarial pocas veces ha mostrado mesura o respeto por algo que no sea
el dinero o las ganancias obtenidas de sus negocios. En el caso de la
industria turística son numerosos los ejemplos, en todo el mundo, de
empresarios que invaden sin miramientos zonas de altísimo valor natural
con tal de instalar en esos límites un lujoso complejo recreativo, casi
siempre con la anuencia de las autoridades en turno y en perjuicio de
los pobladores nativos y de la fauna y la flora del lugar.
En esta ocasión la zona en riesgo se
encuentra en el norte de Colombia, en una reserva conocida como Tayrona,
parque nacional y hogar también de la etnia Kogüi, donde un par de
firmas trasnacionales, Mickmash y Six Senses, planeaban “desarrollar un
proyecto hotelero ecoturístico de alto nivel”, según reporta el diario
colombiano El Espectador, cuya edificación principal sería un hotel de
siete estrellas, un “símbolo de prosperidad” a decir del presidente
colombiano Juan Manuel Santos.
Aliados
con políticos locales y algunas familias con notable influencia en las
altas esferas del gobierno colombiano, los inversionistas habían
decidido situar su complejo en el parque Tayrona, entre los sectores de
Cañaveral y Arrecifes, en el departamento de Magdalena. Además del
capital de Mickmash y Six Senses y el del grupo colombiano Daabon de la
familia Dávila Abondano, en el negocio estaban involucrados también
Carlos Castaño Uribe, antiguo director de Parques Nacionales y actual
viceministro del Medio Ambiente, el ex vicepresidente Francisco Santos y
el empresario Felipe Santos Calderón (estos últimos primo y hermano del
presidente, respectivamente). Como se ve, una fuerte apuesta de capital
privado con un apoyo no menos animoso por parte de importantes
funcionarios del sector público. Sin embargo, podríamos preguntarnos qué
tanto de ese ímpetu obedeció más a razones personales que al beneficio
colectivo.
Y quizá para responder a esta pregunta
bastaría con traer a colación un documento oficial en que el Ministerio
del Interior certificó, para facilitar la construcción del hotel, que en
la zona no vivía ninguna etnia indígena, desapareciendo de un plumazo a
los kogüi, población originaria residente en la Sierra Nevada de Santa
Marta con la que el presidente Santos convivió el día de su toma de
posesión (en 2010) y a quien además los indígenas reconocieron con el
título de “Mamo” (la máxima autoridad entre los kogüi) y un bastón “como
símbolo del equilibrio universal”, rituales que de nada sirvieron al
momento de aprobar su virtual supresión en aras del negocio que otros
traían entre manos.
Por fortuna, la decisión de construir el
susodicho hotel en Tayrona se canceló el pasado 25 de octubre por orden
misma de Juan Manuel Santos, aunque no por las razones que muchos
creeríamos. Si bien este triunfo podría adjudicársele a la presión
ejercida por los simpatizantes de la causa Tayrona (muchos agrupados en
el movimiento ciudadano Tayrona Libre), el gobierno colombiano prefirió
difundir la versión de que el proyecto ya no se ejecutaría debido a los
vínculos entre los inversionistas y la familia del presidente. Según
parece, los motivos de conservación ecológica y cultural fueron los
menos importantes al decidir, desde el gobierno, dar marcha atrás al
proyecto.
Aunque algunos se muestra escépticos ante este triunfo,
no podemos soslayar el mérito de la organización social que con
voluntad y objetivos claros pudo frenar el aparentemente poderoso
contubernio de los grandes inversionistas y el gobierno que solo en
discursos de ocasión, pero no en sus acciones decisivas, está
comprometido con la búsqueda del bienestar común.
Con información de El Espectador y El Heraldo.